TotémToltec

Tótem

El tótem

 

El canto desesperado de los canarios al amanecer, eso escuchó, como si fueran los mismísimos demonios los que bajaban hasta el lugar de los sueños en forma de pajarito. Reduciendo el fuego de las llamas infernales a meros chisguetes de voz, una voz chillona y carraspeada.

A desayunar, a desayunar.

Le gritaba su hermano pequeño dejando que la última vocal entrara agudamente por sus orejas encobijadas.

Aquel sonido lo había arrasado desde el laberinto profundo de las alucinaciones nocturnas, hasta un presente que se le antojaba borroso, nublado y estridente.

« Hay chamaco, ya despertaste a tu hermano, te dije que lo dejaras dormir otro poquito.

Su madre tomó por brazos a su hijo más pequeño y cerró la puerta.

Axel pegó un brinco movido por la inercia matutina, pero sobre todo empujado por su panza que adivinaba el olor de pan tostado y chocolate caliente.

Mientras frotaba sus ojos, esos ojos que lo único que querían era untar con la mirada las lonchas de pan fresco. Sin costras, sin bordes, y con un chocolate sin batir que aún tuviera los grumos salientes sobre la leche recién vertida, como islas perdidas llenas de tesoros.

 

Su presencia en la mesa fue bien recibida por su madre y por un trozo de pan que se le incrustó en la mejilla izquierda proveniente de la cuchara de su hermano.

Gritó el nombre de su hermano varias veces, mientras su madre trataba de tranquilizar la disputa recurrente con voz experta. Sin tocar el incidente directamente, omitiendo la travesura e intercalando un tema con mayor peso sobre la mesa.

«Te llegó un paquete de México de parte de tu tía Sophia.

Aquellas palabras ni siquiera terminaron de entrar, cuando el niño de un salto llegó hasta el cartón intercalando gritos y manotazos. El cartón estaba lleno de sellos y de cinta adhesiva como caramelo repegado y sin terminar. Pero poco le duró, una tanda de tirones abrieron el empaque sobre el piso.

Aquello se parecía más a un tamal de pueblo que aun paquete que había viajado desde México hasta Francia. Muchas hojas de maíz para un pedacito de carne apenas colorada.

«¿Qué te mandó la tía? Preguntó la madre.

«No sé qué es esto. Le dijo.

«A ver, pásamelo.

Sostenía en su mano un colguije. Su madre suspiró, alertada por los recuerdos. No por un recuerdo concreto relacionado a la pieza ornamental que tenía frente a ella. Sino a su significado, su vínculo, su conexión con una realidad latinoamericana que cualquier cartesiano tiraría por borda.

Una realidad húmeda, que se le antojó a cueva, a musgo bajo la sombra, a noche sin estrellas. Una realidad de sombras proyectada en paredes agujereadas.  Que nadie entiende, pero que existen en los oídos de todos los mexicanos.

Su recuerdo enlazaba hebras de historias contadas una y otra vez, y sobre todo en las noches en donde se va la luz. Porque así es allá.  Hasta pareciera que las compañías eléctricas se pusieran de acuerdo con las abuelitas al momento que estas necesitan oídos frescos para asustarlos con sus historias. De chaneques, de duendes, de fantasmas.

«Es un tótem. Un diente de coyote. Soltó la madre.  

Ella lo sabía porque había vivido en México junto al padre de la criatura, entre aquella realidad extrapolada que se desdobla de los sueños y de las fantasías. Una realidad que se mide a si misma y en la que cabe cualquier tipo de historias inverosímiles.

El misticismo con el que estaba envuelto el paquete de la tía sembró su primer alboroto cuando el niño miró a su madre con ojos grandes y diciendo.

«¿Cómo sabe mi tía que yo estoy soñando con un coyote?

La madre suspiró sin responder.

No fue sino mucho tiempo después cuando Áxel supo a qué se refería su madre cuando le dijo «Es un tótem.       Aquella palabra prevaleció en silencio en la punta de su lengua, la susurraba, la decía a escondidas sin saber meramente su significado. Hasta que supo lo que tenía que saber, o más bien lo que habría querido decir su madre cuando destapó el paquete en la sala.

El significado de la palabra estaba escrito con tinta corrida en la vieja libreta de su padre. Casi extinta, como si alguien la hubiera querido borrar. Apenas legible. En el borde de una hoja amarillenta del diario.

«Toma el tótem que te pertenece, el que has visto en sueños, el objeto que encarna la fuerza esencial de tu propia naturaleza y la de tu clan.

Las palabras estaban escritas junto a unos garabatos. El niño alejó la libreta como tratando de agarrarle forma al dibujo que tenía entre sus manos. Se puso más cerca de la vela, y ahí lo vio. El tótem de su padre, era el ojo de un tecolote.

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